En algunas ocasiones nociones erróneas, por carecer de suficiente respaldo científico o por ser claramente anticientíficas, han conducido a la adopción de medidas que han causado gran sufrimiento humano. Lo más sangrante, además, es que quienes las han aplicado lo han hecho con el objeto de promover un nuevo (y supuestamente mejor) orden social y convencidos de que contaban con suficiente sustento científico a su favor. Nos ocuparemos aquí de dos de esos casos, el de la eugenesia y el del lysenkoismo.
Francis Galton fue un polímata británico (primo de Charles Darwin) que, abogó en 1883 por apoyar a las personas más favorecidas para que tuvieran más hijos, en detrimento de las menos favorecidas. A este proceder lo denominó eugenesia, y se basaba en una interpretación errónea de la teoría de la evolución por selección natural. La eugenesia que proponía Galton era una eugenesia positiva, pues no pretendía actuar de forma directa para evitar que los menos favorecidos tuvieran descendencia (eugenesia negativa). Pero mucho de lo que vino después no lo era.
Las propuestas eugenésicas llegaron a ser aceptadas en varios países y se llegó incluso a practicar mediante esterilizaciones masivas de personas que, supuestamente, tenían rasgos genéticos considerados indeseables. En el conjunto de estados que aprobaron leyes eugenésicas en los Estados Unidos llegaron a esterilizarse a más de sesenta mil personas a lo largo de varias décadas en pleno siglo XX. Todavía en la década de 1960, el endocrinólogo D. J. Ingle, miembro de la Academia de Ciencias, director del Departamento de Fisiología de la Universidad de Chicago y fundador de la revista Perspectives in Biology and Medicine, reivindicó la esterilización masiva de la población afroamericana para “evitar el debilitamiento de la cepa caucásica”.
En Alemania, el gobierno del III Reich, a imitación del modelo estadounidense y al servicio de las doctrinas raciales nacionalsocialistas, llegaron a esterilizar a más de 400.000 personas. En el programa, iniciado a partir del ascenso de Hitler al poder, era conocido y apoyado por buena parte de los médicos y científicos que permanecieron en Alemania. Tres de los científicos que más responsabilidad tuvieron en las esterilizaciones fueron Ernst Rüdin, director del Instituto de Psiquiatría, y Ernst Fischer y Otmar von Verschuer, directores del Instituto de Antropología. Los tres asesoraron a las autoridades alemanas. Rüdin en concreto fue uno de los autores de las leyes de pureza racial y presidió el comité para “la higiene y la política raciales” que fijó los criterios para la castración de criminales y la esterilización forzosa de mujeres consideradas inferiores.
Además de los Estados Unidos y Alemania, Canadá llevó a cabo miles de esterilizaciones forzosas hasta la década de los años setenta y otros países como Australia, Reino Unido, Noruega, Francia, Finlandia, Dinamarca, Estonia, Islandia y Suiza también desarrollaron programas de esterilización de personas que habían sido declaradas deficientes mentales.
Durante los mismos años en que se practicaban esterilizaciones forzosas masivas en Norteamérica y Europa Occidental, en la Unión Soviética se inició un proceso de eliminación de la ciencia de la genética por razones puramente ideológicas. Al frente del proceso se encontraba Trofim Denisovich Lysenko, un ingeniero agrónomo ucraniano cuyo objetivo era obtener variedades de plantas que ofreciesen un mayor rendimiento. Lysenko rechazaba los principios de la genética basada en los descubrimientos de Mendel porque pensaba que eran una construcción burguesa. Defendía, además, la visión lamarckiana de la transmisión a la descendencia de caracteres que, supuestamente, se adquieren como mecanismo de adaptación a las condiciones ambientales. Esa adaptación era según Jean-Baptiste Lamarck, padre de esa teoría, el origen de las diferencias que presentan diferentes individuos de una misma especie y que, eventualmente, pueden conducir a la aparición de especies diferentes.
Lysenko adoptó las ideas de Lamarck, que resultaron ser del agrado de las autoridades comunistas. Postuló que las condiciones ambientales podían alterar la constitución genética del trigo y llego a proponer que el trigo, cultivado en un entorno especial, podía convertirse de esa forma en centeno. El gobierno lo respaldó y le permitió dirigir los destinos de la agricultura soviética durante décadas, a pesar de los sonoros fracasos que cosechó. En 1945 llegó a presidir el Instituto de genética de la Academia Soviética de Ciencias, puesto en el que se mantuvo hasta 1965. Muchos de quienes se opusieron a su doctrina fueron eliminados o deportados a Siberia.
Los dos casos analizados tienen algo en común: al objeto de defender o promover unas ideas, o construir un nuevo orden social, hay científicos que, consciente o inconscientemente, vulneran los principios básicos del funcionamiento de la ciencia. En muchos casos ni siquiera es necesario “actuar” conscientemente de forma incorrecta. Basta con dejar actuar a algunos de los sesgos que se han visto en una anotación anterior sin tomar las medidas necesarias para impedirlo. Cuando de esa forma de proceder se derivan actuaciones que afectan a numerosas personas, las consecuencias pueden llegar a ser catastróficas.
Fuente:
Agin, D (2007): Ciencia basura. Starbooks, Barcelona.
Notas:
- Esta es la décimo quinta entrega de la serie “Los males de la ciencia”. Las anteriores han sido “El marco en que se desarrolla la ciencia”, “Las publicaciones científicas”, “El ethos de la ciencia”, “Los valores en la filosofía de la ciencia”, “Los dueños del conocimiento”, “El papel de los gobiernos en el desarrollo científico”, “No todos tienen las mismas oportunidades de hacer ciencia”, “El fraude y las malas prácticas en ciencia”, “Ciencia patológica”, “Sesgos cognitivos que aquejan a la ciencia”, “Sesgos ideológicos que aquejan a la ciencia”, “La crisis de reproducibilidad en ciencia”, “Parte de la investigación científica es quizás irrelevante” y “Conflictos de intereses en la ciencia”.
- La imagen que ilustra esta anotación muestra a Trofim Lysenko.
Juan Ignacio Perez y Joaquín Sevilla
3 comentarios en “Mala ciencia con consecuencias catastróficas”