Todavía hay muchos hombres que consideran que la libertad conquistada por las mujeres atenta contra la esencia de su identidad. Lo importante para ellos es la concepción de la mujer como propiedad y como persona sumisa, así como la creencia en la violencia como una estrategia adecuada de solucionar sus problemas y de conseguir sus objetivos. Los casos de violencia grave contra la pareja se suceden a un ritmo preocupante, sin que la mayor sensibilización social y las medidas adoptadas por las Administraciones Públicas se muestren capaces de frenarlos. De hecho, las cifras de homicidio contra la mujer en la relación de pareja se mantienen relativamente constantes en los últimos años en España, si bien con una leve tendencia a la baja. Más de la mitad de las muertes violentas de mujeres en España (52,5%) se producen a manos de sus parejas o exparejas. Es decir, la violencia machista destaca por encima del resto de motivaciones homicidas.
Lo que lleva a un hombre a matar a su pareja es el machismo arraigado, la dependencia emocional, la impulsividad o los celos. En las actitudes del hombre feminicida predomina la falta de expectativas de futuro. En realidad, la violencia contra la pareja es una violencia por compensación: el agresor intenta vencer sus frustraciones con quien tiene más a mano y a quien considera culpable de su desgracia. Si ataca a su mujer cuando le abandona, es porque se siente profundamente herido a nivel emocional.
A su vez, el consumo abusivo de alcohol u otras drogas deteriora la capacidad de autocontrol, envalentona al agresor y echa a pique los delgados muros de contención de la ideología patriarcal en la que se ha socializado. Es decir, el agresor ataca a una persona vulnerable (su pareja), lo hace con unas actitudes de menosprecio hacia ella, que generan una respuesta emocional intensa (la ira, el odio o la venganza), y elige un territorio relativamente a resguardo (la casa). Por ello, el alcohol por sí solo no explica la violencia contra la pareja.
A diferencia de otros delincuentes, muchos agresores se entregan a la policía o acaban por suicidarse (un 20% o un 30%) después de matar a su pareja o expareja. El sujeto percibe que ya no tiene nada que perder, sobre todo cuando vive solo, no tiene amigos o ha perdido el trabajo. Los homicidas-suicidas son hombres más o menos integrados y adaptados socialmente. Por ello, rehúyen tener que enfrentarse a la censura pública por haber dado muerte a su pareja. Se trata de un suicidio evitativo, cuyo objetivo es evitar las consecuencias posteriores del acto realizado (rechazo social, enfrentamiento a los hijos y castigo penal severo).
Resulta difícil entender por qué solo una minoría de las víctimas (no más de un 30%) pone en conocimiento de la policía o de la Justicia las vejaciones sufridas. Muchas mujeres se han habituado a un estilo de conducta violento, subestiman el riesgo real de una violencia grave, sobrevaloran sus propios recursos para controlar la situación, tienen temor a la reacción del agresor ante la denuncia o quieren evitar el estigma social de presentar una denuncia contra quien es el padre de sus hijos. En definitiva, el miedo, la vergüenza, la dependencia emocional y la dificultad para reconocer la dramática situación son los responsables de esta ocultación.
Las víctimas se enfrentan a dos problemas: a) la falta de conciencia y la tolerancia a la agresión, que se acompañan de una disminución de la autoprotección o de la búsqueda de protección externa; y b) la ambivalencia de las víctimas (resultado de la doble identidad de las mujeres como personas y como madres), cuando ya han detectado y tomado conciencia del riesgo. Así, pueden llegar a retirar una denuncia o a acogerse al derecho de no declarar contra su pareja.
El punto de máximo riesgo físico para la mujer suele ser el momento de la separación, cuando la víctima se rebela y cuando el hombre se da cuenta de que la ruptura es algo ya inevitable. El riesgo aumenta si ha habido con anterioridad violencia física y un aumento creciente de los episodios violentos, si ha habido agresiones o amenazas recientes con armas u objetos contundentes, si el hombre se opone radicalmente a la separación, si ejerce conductas de acoso, si consume alcohol y drogas o si muestra alteraciones psicopatológicas (celos infundados, impulsividad extrema, dependencia emocional, depresión, etcétera). Además, muchos de estos agresores tienen una historia de conductas violentas, bien con parejas anteriores, bien con otras personas (por ejemplo, compañeros de trabajo) o bien consigo mismos (intentos de suicidio), y muestran una situación social complicada (por ejemplo, estar en paro y sin apoyo familiar).
La valoración del riesgo tiene que centrarse en la peligrosidad de los agresores (gravedad del trastorno psicológico, consumo de drogas, violencia como forma habitual de relación, falta de habilidades para gestionar conflictos, dificultad para la expresión de emociones o sensación de acorralamiento) y en la vulnerabilidad de las víctimas (edad muy joven, nivel de estudios bajo, trabajo poco cualificado, autoestima deficiente, apoyo social/familiar escaso, condición de inmigrante, consumo de sustancias psicoactivas o antecedentes de violencia en otras relaciones), así como en el tipo de interacción entre unos y otras (dependencia emocional/económica).
En los casos extremos el hombre, por venganza contra su pareja (a la que, además, hace sentirse culpable) y por una profunda humillación (engaño o abandono), puede matar a sus hijos (en lugar de a su pareja) para herirla donde más le duele. En estos casos los pequeños pierden la vida utilizados como víctimas instrumentales de una violencia machista y planificada. Matar a los hijos es una forma de venganza extrema y supone asegurarse de que la mujer no se recuperará jamás.
Lo que lleva al homicidio de la pareja o expareja es un cúmulo de circunstancias que son variables de unos casos a otros. La ideología machista suele estar presente, pero también lo están otras circunstancias: aumento de discusiones, divorcio no asumido o infidelidades de la pareja que ponen en cuestión la autoestima del sujeto. La incapacidad de gestionar o tolerar la frustración de sus expectativas es un factor que aparece con frecuencia en los agresores. Los hombres homicidas pueden mostrar una gran dependencia emocional hacia su pareja, estar obsesionados por ella o no asumir la ruptura.
En la mente de los futuros homicidas se empiezan a desarrollar, a partir de una creencia fija, ideas obsesivas prolongadas y perseverantes que suponen una visión catastrofista de la situación actual, así como una atribución de culpa a la pareja, sin ninguna esperanza en el futuro. Este proceso cognitivo puede expresarse en forma de explosiones violentas parciales pero repetidas, que constituyen las señales de alarma para la víctima, o incubarse de forma silenciosa u opaca, a modo de una olla de presión, que está en ebullición pero que no se manifiesta en forma de indicadores externos (conductas violentas). En este último caso lo único que se observa al exterior son conductas de ensimismamiento, de desgana generalizada, de aislamiento social o de autodestrucción (consumo abusivo de alcohol o de fármacos).
A nivel preventivo, el momento clave, cuando la mujer tiene mayor capacidad de elección, es al comienzo de la relación de pareja, cuando se está en la fase de exploración mutua. A veces el radar interno le dice a una mujer que un chico no es trigo limpio y algunas señales encienden las luces rojas. Las palabras engañosas en plena pasión romántica pueden encubrir conductas inaceptables. A las personas hay que valorarlas por lo que hacen, no por lo que dicen.
Enrique Echeburúa
Enrique Echeburúa, Catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea, Premio Euskadi de Investigación 2017 en el área de las Ciencias Sociales y Humanidades, académico de Jakiunde.