Si bien nadie tiene una bola de cristal para leer el futuro, las personas tenemos hábitos de conducta sobreaprendidos que no son fácilmente modificables. Tras el impacto inicial de un período largo de confinamiento y de una adaptación forzosa a unas circunstancias excepcionales, las personas vamos a intentar retomar nuestro estilo de vida habitual anterior a la pandemia en el ocio, las relaciones sociales, el deporte o el trabajo. Estar recluidos en casa durante unos pocos meses no va a cambiar las rutinas adquiridas a lo largo de mucho tiempo. Otra cosa es que la realidad económica y social resultante de esta crisis nos obligue a una readaptación temporal a un escenario socioeconómico diferente.
Las situaciones de excepcionalidad permiten sacar lo mejor y lo peor del ser humano. La solidaridad con los más vulnerables (con quienes sufren un duelo por la pérdida de los seres queridos, se sienten solas o se van a quedar en una situación de precariedad económica) puede entonces redoblarse. El espíritu colectivo se afianza cuando nos percatamos de nuestra fragilidad como seres humanos, más allá de las fronteras convencionales, y de la inevitabilidad de vivir en la incertidumbre. Así, la familia y la comunidad pueden hacerse más sólidas y corregirse las disfunciones detectadas, por ejemplo en el funcionamiento de las residencias de ancianos o de la Unión Europea.
Toda crisis genera oportunidades para cambiar. El desarrollo del teletrabajo y de la telecomunicación se va a ampliar considerablemente. Ello va a facilitar la conciliación familiar, la disminución de la contaminación ambiental y la reducción del estrés laboral, que puede tener consecuencias positivas sobre la salud, así como la evitación de viajes laborales innecesarios. Hay, por tanto, esperanza tras el colapso.
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Enrique Echeburúa
Catedrático de Psicología Clínica, UPV/EHU. Académico de número de JAKIUNDE.