Sesgos ideológicos que aquejan a la ciencia

Los cognitivos no son los únicos sesgos que afectan al desarrollo de la ciencia. También hay sesgos ideológicos. Quienes se dedican a la investigación científica no son ajenos a la influencia de la cosmovisión, la ideología, las creencias, etc., y esos factores inciden en el desarrollo de la ciencia o en aspectos colaterales a la misma aunque de importantes repercusiones sociales. Los científicos llevados por sus creencias se ven afectados por sesgos (inconscientes, no serían casos de mala ciencia voluntaria) que les llevan realizar una actividad científica poco rigurosa (eligiendo datos -cherry picking- , interpretándolos, etc.) en la dirección de sostener con sus conclusiones científicas lo que ya creían antes de comenzar. El “razonamiento motivado” a que se ha hecho mención en la anotación anterior estaría en la base cognitiva de este comportamiento y la motivación sería un fuerte convencimiento ideológico.

En lo que a este aspecto se refiere y antes de poner algunos ejemplos ilustrativos, conviene advertir de que la incidencia de los sesgos es mayor cuanto más complejos son los sistemas que se estudian, más son las variables en juego y más difícil resulta aislar los efectos de los factores cuyo efecto se desea establecer empíricamente. La ciencia funciona a partir de la identificación de regularidades en los sistemas que estudia, pero esa identificación arroja mayores garantías cuando el sistema permite fijar o excluir factores que pueden incidir en ellas de forma incontrolada y limitar el análisis al efecto de aquellos que pueden ser modificados a voluntad o, al menos, medidos con precisión. La física es, en ese sentido, la disciplina cuyas observaciones ofrecen mayores garantías pues los sistemas que estudia son fácilmente acotables. Y a las ciencias sociales les ocurre lo contrario: es muy difícil eliminar factores de confusión y fijar con garantías los factores que se desea analizar. Y cuando es especialmente difícil descartar factores de confusión y fijar o controlar efectos de unas pocas variables, queda un amplio margen para la influencia de las motivaciones de carácter ideológico, tanto en el diseño de las investigaciones como en el posterior análisis de los resultados.

Quizás los antecedentes más antiguos del efecto de los segos ideológicos se remontan a los mismos orígenes de la ciencia moderna. En la controversia acerca del heliocentrismo o la naturaleza geométrica de las órbitas de los planetas (del movimiento de los cuerpos celestes, al fin y al cabo) ejercieron un efecto claro las creencias de sus protagonistas.

Algunos de los sesgos tuvieron carácter general en ciertas épocas. Las ideas de superioridad de la (supuesta) “raza blanca” o de las personas de origen caucásico con respecto a otras (supuestas) “razas” o procedencias condicionaron la investigación que se hizo en las épocas en que eran predominantes. Los prejuicios en relación con la capacidad de las mujeres para desempeñar roles considerados masculinos han ejercido una influencia muy fuerte en fechas relativamente recientes e, incluso, hoy lo siguen ejerciendo. Marlenne Zuk (2013) ha revisado críticamente algunas ideas muy extendidas acerca del (supuesto) “origen evolutivo” de las diferencias entre hombres y mujeres y ha refutado las bases de algunas de ellas.

Las creencias religiosas han alimentado actitudes claramente anticientíficas. En la actualidad el ejemplo más claro, quizás, de esta actitud es el del bioquímico Michael J. Behe, profesor de la Universidad de Lehigh, en Pensilvania (EEUU). Behe se opone a la teoría de la evolución por selección natural y defiende el llamado “diseño inteligente” que es, en realidad, una forma sofisticada de creacionismo. Según Behe, ciertas estructuras bioquímicas son demasiado complejas como para poder ser explicadas en virtud de los mecanismos de la evolución. Desarrolló el concepto de “complejidad irreducible” como un “sistema individual compuesto de varias partes bien coordinadas que interaccionan para desempeñar la función básica de este, de modo que si se eliminara cualquiera de esas partes dejaría de funcionar por completo”.

La ideología política puede tener también una influencia notable. No solo entre el púbico general, también en la comunidad científica la negación del cambio climático, en sus diferentes modalidades, está vinculada al campo conservador. La base ideológica está aquí relacionada con lo que podría considerarse una visión “optimista” del mundo, según la cual la naturaleza no tiene límites, ni desde el punto de vista de la disponibilidad o existencia de los recursos naturales, ni de la capacidad para asimilar la influencia de las actividades humanas. Esa visión optimista, junto con el hecho de que los efectos que se le atribuyen al cambio climático nos remiten a un futuro que se percibe como indefinido, neutraliza el peso de los argumentos y datos en que se basa el consenso científico al respecto.

Las actitudes anticientíficas más características de la izquierda suelen estar relacionadas con cuestiones de carácter ambiental y de salud. Sostienen que ciertas tecnologías ejercen efectos negativos sobre la salud de las personas y del medio ambiente. Se incluye en esa categoría, por ejemplo, la oposición a los organismos modificados genéticamente. Quienes defienden esas posturas suelen invocar el hecho de que son fuente de enriquecimiento para las empresas que las fabrican y comercializan, y que sus intereses se anteponen a otras consideraciones, incluidas las relativas a la salud de las personas o del medio ambiente.

Es probablemente una motivación de esa naturaleza la que anima a investigadores como Gilles-Eric Seralini. Seralini es conocido por sus opiniones contrarias a los transgénicos. En 2012 publicó un artículo en Food and Chemical Toxicology cuya conclusión era que el consumo de maíz transgénico provocaba el crecimiento de tumores en ratas de laboratorio que acababa provocándoles la muerte. El artículo, tras ser duramente criticado por numerosos científicos, fue finalmente retractado al año siguiente al entender el editor que no cumplía los estándares propios de una publicación científica debido a sus graves deficiencias metodológicas. La impresión que causa un caso como ese es que el investigador ha sacrificado el rigor exigible a un trabajo científico al objeto de obtener los resultados que mejor se acomodan a sus expectativas. J M Mulet (2013) ha expuesto aquí con claridad los pormenores de este caso.

Fuente:

Zuk, M (2013): Paleofantasy: What Evolution Really Tells Us about Sex, Diet, and How We Live. Norton & Co, New York.

Nota:

Esta es la undécima entrega de la serie “Los males de la ciencia”. Las anteriores entregas han sido “El marco en que se desarrolla la ciencia”, “Las publicaciones científicas”, “El ethos de la ciencia”, “Los valores en la filosofía de la ciencia”, “Los dueños del conocimiento”, “El papel de los gobiernos en el desarrollo científico”, “No todos tienen las mismas oportunidades de hacer ciencia”, “El fraude y las malas prácticas en ciencia”, “Ciencia patológica” y “Sesgos cognitivos que aquejan a la ciencia”.

 

Sesgos cognitivos que aquejan a la ciencia

Algunas de las modalidades de fraude, así como los casos de ciencia patológica vistos en anotaciones anteriores no se producirían de no ser por la existencia de malas prácticas y sesgos que los facilitan o, incluso, los propician.

En lo relativo a los sesgos, estos pueden ser de dos tipos. Están, por un lado, los que afectan a las personas concretas que practican la investigación científica. Y por el otro, los que afectan al funcionamiento del sistema en su conjunto y a los que podríamos denominar sistémicos. Eso que se suele denominar “método científico” no deja de ser, en el fondo, un conjunto de estrategias que se han ido poniendo en práctica para evitar los sesgos que afectan a los científicos; se trata, por lo tanto, de que el conocimiento no dependa de la persona que lo produce y que, por esa razón, tenga la máxima validez posible. Los sesgos sistémicos precisan de otro tipo de medidas para su corrección pues no afectan a los individuoa, sino al conjunto del sistema.

El sesgo de confirmación lleva a favorecer, interpretar y recordar la información que confirma las creencias o hipótesis propias. Es un sesgo que nos afecta a todos, también opera en la actividad científica. Una variante de este sesgo es la que afecta a las publicaciones científicas, aunque en este caso se suele denominar sesgo de publicación. Es la tendencia a publicar solamente resultados positivos, confirmatorios. Incluye también la tendencia a publicar resultados novedosos, que anticipan interesantes desarrollos científicos. Por esa razón, puede consistir en la confirmación de los resultados que avalan la hipótesis de partida, los de investigaciones anteriores que han abierto una nueva vía o, incluso, resultados acerca de los cuales de piensa que abren nuevas posibilidades. Lo que no se suelen publicar son resultados que simplemente no confirman las hipótesis de partida.

Los evaluadores de las revistas (los pares) tienen la tendencia a rechazar la publicación de resultados negativos con el argumento de que no suponen una aportación relevante al campo de conocimiento. Además, como ha mostrado Fanelli (2010), ese fenómeno se acentúa en las disciplinas consideradas “ciencias blandas”. O sea, es de menor importancia en física o química, intermedia en ciencias biomédicas y máxima en ciencias cognitivas o sociales. Mientras que el sesgo de confirmación es personal, el de publicación, sin embargo, es sistémico.

El sesgo retrospectivo consiste en proponer post hoc una hipótesis como si se hubiese formulado a priori. En otras palabras, se adapta la hipótesis de un trabajo a los resultados obtenidos. Este sesgo actúa porque la hipótesis original que era el punto de partida de la investigación no se suele publicar con anterioridad. Kerr (1998) denomina a esta práctica HARking (de HARK: Hypothesizing After the Results are Known). El problema del HARKing radica en que eleva la probabilidad de rechazar erróneamente una hipótesis nula, o sea, de que se produzcan errores de tipo I (falsos positivos). También conduce, de manera indirecta, a un despilfarro de recursos, tanto de tiempo como de dinero, ya que se necesitan más estudios de los que deberían ser necesarios para mostrar que no se producen los efectos que se producen.

El psicólogo Brian Nosek, de la Universidad de Virginia, sostiene que el sesgo más común y de mayores consecuencias en ciencia es el razonamiento motivado, que consiste en interpretar los resultados de acuerdo con una idea preconcebida. La mayor parte de nuestro razonamiento es, en realidad, racionalización. En otras palabras, una vez tomada una decisión acerca de qué hacer o de qué pensar sobre algo, nuestro razonamiento es una justificación post hoc por pensar o hacer lo que queremos o lo que creemos (Ball, 2017).

Karl Popper sostenía que los científicos buscan refutar las conclusiones a que han llegado otros científicos o ellos mismos. Esa es la forma en que, a su entender, avanza la ciencia. La práctica real es, sin embargo, diferente. Lo normal es que los científicos busquemos la manera de verificar nuestros hallazgos o los de los científicos con los que nos alineamos. Por eso, cuando los datos contradicen las expectativas, no es extraño que se rechacen por irrelevantes o erróneos.

Estos sesgos ejercen un efecto muy importante debido a que para los investigadores es crucial publicar artículos con sus resultados en revistas importantes. Es clave pata obtener la estabilidad en el puesto de trabajo, para promocionarse, para obtener financiación para sus proyectos, en definitiva, para ser reconocidos en su comunidad. Y para poder publicarlos, han de acomodarse a lo que se ha señalado antes: descartar resultados negativos, seleccionar los positivos y, si es posible, dar cuenta de hallazgos que sean considerados relevantes para el avance del conocimiento. La presión por publicar es tan fuerte que provoca una relajación de los controles subjetivos frente a los sesgos personales e introduce sesgos sistémicos, dirigiendo el tipo de investigaciones que se hacen y los resultados que se reportan, dado que las revistas acepatan más fácilmente resultados positivos.

Curiosamente, sin embargo, tampoco resulta fácil conseguir que se acepten para su publicación resultados verdaderamente revolucionarios. En cierto modo eso es lógico, ya que el escepticismo obliga a tomar con cautela todas las alegaciones relativas a hallazgos novedosos y a exigir que superen el cedazo de la prueba o, al menos, que las evidencias a su favor sean muy sólidas. Pero eso no quiere decir que esas alegaciones se desestimen o se les opongan obstáculos difícilmente salvables sin darles la debida oportunidad. Eso es lo que ocurrió con las investigaciones de, entre otros, Barbara McClintock (Nobel en 1984), Stanley Prusiner (Nobel en 1997), Robin Warren y Barry Marshall (Nobel en 2005), o Dan Shechtman (Nobel en 2011) cuyos descubrimientos necesitaron más tiempo y esfuerzo del que debería haber sido necesario para su aceptación. Y no sabemos en cuántas ocasiones resultados de similar trascendencia y carácter revolucionario han sido silenciados. Por lo tanto, no se trata solo de que ideas erróneas pervivan durante demasiado tiempo, sino que además, estos sesgos suponen un obstáculo serio para que nuevos descubrimientos e ideas se abran paso y se afiancen en el bagaje universal del conocimiento.

Los científicos solemos decir que la ciencia se corrige a sí misma. Y es cierto, pero a veces pasa demasiado tiempo hasta que se produce la corrección. Y a veces la corrección se hace con alto coste para quienes se atreven a desafiar el status quo. Las dificultades para la corrección se deben, en parte, a lo que hemos expuesto aquí. Pero también a que no se suelen intentar replicar las investigaciones y cuando se replican, es relativamente probable que no se reproduzcan los resultados originales. Pero de eso nos ocuparemos en una próxima anotación.

Para acabar, merece la pena reseñar, eso sí, que ya se han hecho propuestas concretas para mejorar la fiabilidad de los resultados que se publican (Ioannidis, 2014). Propone, entre otras, la participación en proyectos colaborativos de gran alcance, generalizar una cultura de la replicación, registrar los proyectos con sus hipótesis de partida antes de empezarlos y mejorar los métodos estadísticos. Algunas de esas propuestas se están llevando a la práctica.

Notas:

(1) La dama de la imagen es Barbara McClintock

(2) Esta es la novena entrega de la serie “Los males de la ciencia”. Las anteriores entregas han sido “El marco en que se desarrolla la ciencia”, “Las publicaciones científicas”, “El ethos de la ciencia”, “Los valores en la filosofía de la ciencia”, “Los dueños del conocimiento”, “El papel de los gobiernos en el desarrollo científico”, “No todos tienen las mismas oportunidades de hacer ciencia”, “El fraude y las malas prácticas en ciencia” y “Ciencia patológica”.

Ciencia patológica

Además del fraude, hay otros comportamientos por parte de quienes realizan investigación de vanguardia que pueden conducir a obtener –y en ocasiones anunciar o publicar- conclusiones erróneas o insostenibles. El que da lugar a la denominada “ciencia patológica” es uno de ellos.

La expresión “ciencia patológica” fue acuñada por Irvin Langmuir, químico y físico estadounidense que fue premio Nobel de química en 1932. Se movió entre la ciencia experimental y la teórica, y fue presidente de la Asociación Química Americana.

En la conferencia “Coloquio en el Laboratorio de Investigación Knolls de la General Electric”, impartida el 18 de Diciembre de 1953, Langmuir describió la “ciencia de las cosas que no son”, más tarde conocida como “ciencia patológica”. Esa denominación no hace referencia a una forma particular de pseudociencia, pues esta no tiene pretensión alguna de seguir el denominado “método científico”, sino a un tipo de investigación científica afectada por sesgos inconscientes y efectos subjetivos.

En su conferencia, Langmuir previno contra los peligros del autoengaño y dio cuenta de varios casos famosos, entre ellos: Los Rayos N, (Blondlot, 1903), una prueba experimental contraria a la Teoría de la Relatividad (Kaufmann, 1906), las radiaciones mitogenéticas o rayos Gurwitsch (1923), una verificación prematura del ”corrimiento al rojo” gravitacional (Adams, 1924), y los experimentos dudosos sobre rayos canales de Rupp (1926)[1]. J M Barandiarán (2017) incluye también en esa relación el caso de Percival Lowell y los “canales” marcianos, a los que dedicó la mayor parte de su actividad en el observatorio (privado) de Flagstaff (Arizona).

La ciencia patológica es un fenómeno que presenta los siguientes rasgos relativos a un supuesto descubrimiento científico:

  • El efecto observable máximo es producido por un agente causante de intensidad apenas perceptible, y la magnitud del efecto es sustancialmente independiente de la intensidad de la causa.
  • La magnitud del efecto es cercana al límite de la detectabilidad, o muchas medidas son necesarias debido a la baja relevancia estadística de los resultados. Suele ocurrir que el investigador encuentre excusas en estos casos para descartar datos convenientemente.
  • Hay afirmaciones de gran exactitud.
  • Se proponen teorías fantásticas contrarias a la experiencia.
  • Las críticas se resuelven con excusas ad hoc.
  • La proporción de partidarios frente a los críticos aumenta y después cae gradualmente al olvido. Los críticos no pueden reproducir los experimentos, sólo pueden los que son partidarios. Al final no se salva nada. De hecho, nunca hubo nada.

Como regla general la ciencia patológica trabaja en los límites difusos, no hay pretensión de fraude, simplemente es mala ciencia, que se practica por no saber reconocer las limitaciones epistemológicas del investigador, sus instrumentos y sus diseños experimentales. Hay mucha más de lo que sería deseable, sobre todo en algunos campos nuevos y de moda. El caso más sonado de ciencia patológica es, quizás, el de la supuesta “fusión fría”.

Si pensamos que para los investigadores constituye un fuerte incentivo la posibilidad de realizar descubrimientos cruciales, nos encontraríamos, paradójicamente, ante un caso en el que el reconocimiento por los hallazgos –que compensa, supuestamente, el carácter desinteresado de la actividad científica-, actuaría como factor principal de esta variedad de mal. Se trata de un efecto similar al de la segunda modalidad de fraude científico. También en este caso, es el escepticismo, la virtud mertoniana que queda en entredicho, no tanto porque se impida su ejercicio, sino porque no se actúa conforme a lo que tal virtud exige.

El contenido de esta anotación se ha basado, sobre todo, en esta otra de César Tomé (2013) en el Cuaderno de Cultura Científica, y en la de J M Barandiarán (2017) en la web de BC Materials.

 

Notas:

(1) El caballero de la imagen es Irving Langmuir

(2) Esta es la novena entrega de la serie “Los males de la ciencia”. Las anteriores entregas han sido “El marco en que se desarrolla la ciencia”, “Las publicaciones científicas”, “El ethos de la ciencia”, “Los valores en la filosofía de la ciencia”, “Los propietarios del conocimiento”, “El papel de los gobiernos en el desarrollo científico”, “No todos tienen las mismas oportunidades de hacer ciencia” y “El fraude y las malas prácticas en ciencia”.

[1] Rupp tuvo que admitir finalmente que sus extraordinarios resultados se debían, en parte, a una falsificación de datos.

El fraude y las malas prácticas en ciencia

Fraude y malas prácticas ha habido desde hace mucho tiempo. Hay documentados multitud de casos, incluso entre los científicos más famosos. Hay fundadas sospechas de que Ptolomeo hizo pasar por suyos datos astronómicos que en realidad eran de Aristarco de Samos. Recientemente ha ingresado en prisión Dong-Pyou Han, un investigador en vacunas, condenado por inventar datos en experimentos sobre la vacuna contra el VIH. Los casi 2000 años que separan estos sucesos han estado salpicados de otros muchos casos. Parece ser que Millikan eliminaba de su cuaderno de laboratorio las observaciones que no le interesaban, Mendel y sus guisantes también han resultado polémicos, incluso hay dudas sobre si Galileo realizó realmente los experimentos que relata en sus textos. Hay casos clásicos, como el del hombre de Pitdown, un fósil que se hizo pasar por el eslabón perdido en la evolución entre el hombre y el mono cuando realmente era un engendro creado con trozos de cráneo humano y de chimpancé. Hay multitud de casos bien documentados y diversas compilaciones, como la recientemente publicada por Ángel Abril-Ruiz que, además, se puede consultar en línea.

Resulta especialmente escandaloso oír hablar de fraude en una profesión dedicada fundamentalmente a la búsqueda de la verdad. Ese escándalo ayuda a hacerse un modelo mental de la situación en el que la inmensa mayoría de los científicos son “normales” (totalmente honrados) y una pequeña fracción son “manzanas podridas” (totalmente deshonestos). Sin embargo la realidad dista bastante de este modelo. Según algunos estudios (Fanelli (2009) y resumidas también por uno de nosotros en 2015, aquí), más de dos tercios de los científicos admite realizar algún tipo de malas prácticas y uno de cada 50 admite falsificar o inventar resultados, una de las peores prácticas imaginables. Es interesante notar que cuando se pregunta por las malas prácticas que uno conoce de los compañeros los números salen bastante más altos que cuando se pregunta por las propias.

Fischer y Zigmond (2002) incluyen entre las prácticas abiertamente fraudulentas la fabricación o falsificación de datos, el plagio, y lo que podríamos denominar el cocinado de datos (selección, manipulación y manejo). Pero también consideran como malas prácticas otras formas de proceder entre las que se encuentran lo que denominan –un tanto eufemísticamente- autoría honoraria, el no reconocimiento expreso de las fuentes, la opacidad en la metodología, la publicación fragmentada y la publicación duplicada de los mismos resultados en diferentes artículos. E incluyen malos comportamientos no solo de los autores de los trabajos, sino también de los revisores; entre estas están las revisiones sesgadas de los originales remitidos para su publicación y el uso de información privilegiada tomada de esos originales, entre otros.

De mala práctica debe ser calificada también la pesca de datos o p-hacking. Consiste en ir seleccionando datos o combinaciones de datos hasta que se acaba consiguiendo que los análisis estadísticos arrojen el resultado buscado porque los efectos que interesa destacar alcanzan el nivel de significación estadístico preestablecido. La significación estadística de un efecto se establece sobre la base del valor de p, que normalmente se establece en 0.05. En otras palabras, se considera que se produce un determinado efecto si, asumiendo la hipótesis nula, la probabilidad de obtener los datos que se tienen es inferior al 5%.  Las malas prácticas consisten en descartar valores extremos por ser considerados anómalos; también se pueden agrupar de formas diferentes; o modificar el tipo de tratamiento estadístico. Una vez se alcanza el resultado “deseado”, ese es el que se publica. Judith Rich Harris, en su libro The Nurture Hypothesis ha diseccionado de forma brillante un buen número de estas prácticas que han servido para “demostrar” que la educación que proporcionan los padres a sus hijos en el hogar ejerce efectos duraderos sobre el comportamiento de estos en la vida adulta.

Podríamos ordenar un listado de prácticas cuestionables de las más graves a las que apenas suponen un problema. Entre estas últimas tendríamos cuestiones como la autoría honoraria, la opacidad metodológica o el plagio de una frase. Es a la luz de una escala de gravedad de las malas prácticas como pueden entenderse los datos de los estudios antes citados sobre la prevalencia del fraude. Muchos científicos, si no todos, podemos incurrir en malas prácticas de bajo nivel, siendo mucho menos frecuentes las prácticas moralmente más reprobables. En todo caso, cada científico deberá situar sobre una escala de prácticas cuestionables el nivel con el que se siente cómodo, el umbral de lo aceptable. Mientras ese umbral se mantenga dentro de unos márgenes socialmente aceptables, no denominamos propiamente fraude a esas prácticas. Lo que se considera opacidad metodológica, el nivel de lo estadísticamente significativo o el tamaño mínimo de una muestra, por poner algunos ejemplos concretos, son elementos convencionales que pueden variar con el tiempo, y lo que se considerarían niveles intolerables en el pasado pueden ser normales hoy (o viceversa).

Federico di Trochio (1993) estableció dos categorías de fraude, dos motivaciones muy diferentes para que un científico incurra en comportamientos mucho más allá del umbral de lo socialmente aceptable. Curiosamente, se trata de dos categorías provocadas por motivaciones que casi se podrían calificar de opuestas pero que no es extraño que concurran en los miembros de una misma comunidad. Como se ha señalado antes, a quienes nos dedicamos a la ciencia nos mueve el ánimo de ensanchar los límites del conocimiento, de descubrir nuevos hechos y de asignar a esas hechos explicaciones que les otorguen algún sentido; nos hacemos preguntas y aspiramos a responderlas, de una forma tal que las respuestas son el origen de nuevas preguntas. Pues bien, inmersos en esa dialéctica no es difícil anteponer el hallazgo de una “buena” respuesta, de una “buena” explicación o “buena” teoría al cumplimiento de los necesarios estándares de rigor. Cuando eso ocurre se abre una vía por la que no es difícil llegar cada vez más lejos, pues la tolerancia para con las trampas que hace uno mismo es mayor cuantas más hace. Es pues la obnubilación por lo que se cree una buena teoría lo que causa en última instancia esta categoría de fraude. Otro posible resultado de esa obnubilación por el propio resultado es la perseveración empecinada en el mismo incluso cuando las pruebas en su contra son ya clamorosas. A esto se le ha llamado “ciencia patológica” y se describirá en detalle más adelante.

La segunda modalidad se refiere al hecho de que la de científico es una profesión, y como tal dispone de los correspondientes sistemas de acceso, estabilización laboral y promoción. Se trata, además, de una profesión muy exigente en muchos casos, pues la necesidad de obtener resultados y de publicarlos puede llegar a ser muy acuciante. A esa necesidad obedece la expresión “publicar o perecer”, y ante esa perspectiva se puede flaquear y relajar los estándares éticos llegando al fraude en toda regla.

En resumen, en vez de asumir un modelo de manzanas podridas para el fraude, la idea de una gradación de comportamientos cuestionables y un umbral de lo aceptable (socialmente establecido) resulta más adecuada y ayuda a entender los datos sobre incidencia de malas prácticas que muestran los diferentes estudios.

 

Nota: Esta es la octava entrega de la serie “Los males de la ciencia”. Las anteriores entregas han sido “El marco en que se desarrolla la ciencia”, “Las publicaciones científicas”, “El ethos de la ciencia”, “Los valores en la filosofía de la ciencia”, “Los propietarios del conocimiento”, “El papel de los gobiernos en el desarrollo científico” y “No todos tienen las mismas oportunidades de hacer ciencia”.

 

 

No todos tienen las mismas oportunidades de hacer ciencia

Sería deseable que todas las personas con capacidad para ello pudiesen, si esa es su voluntad, participar en la empresa científica. Sin embargo, no ocurre eso; no todas las personas tienen las mismas oportunidades de dedicarse a la actividad científica. La participación en la ciencia es, por tanto, desigual, lo que va en contra o limita su deseable carácter universal.

Para empezar, hay grandes diferencias entre los ciudadanos de unos países y otros en las posibilidades de practicar ciencia. La mayor parte de los habitantes de regiones o países con menos recursos tienen prácticamente vedado el acceso a la actividad científica. Hay dos razones para ello. La más evidente es que los países pobres disponen de pocos recursos y, en teoría, suelen dedicarlos a satisfacer necesidades acuciantes o, al menos, la ciencia no se encuentra entre sus prioridades de gasto.

La segunda razón es que la práctica científica requiere de un adiestramiento muy prolongado, para lo que se necesitan largos periodos de formación. Pero en los países más pobres la escolarización es muy baja, y la permanencia en el sistema educativo es relativamente breve. Bajo esas circunstancias es realmente muy difícil iniciarse en la carrera científica. Esa es una de las razones por las que, según T. Ferris (2010)[1], existe un vínculo entre desarrollo científico y grado de libertad en un país, porque, según él, los países interesados en promover la ciencia se ven obligados a proporcionar educación al conjunto de la población y esa educación es también la base de una ciudadanía más crítica y exigente.

De un modo similar, las diferencias socioeconómicas en el seno de un mismo país también pueden representar una limitación para el acceso universal a la ciencia. Los chicos y chicas de extracción sociocultural más baja encuentran en la práctica más dificultades para acceder a altos niveles de formación y, por lo tanto, al desempeño de profesiones científicas.

Las posibilidades de participar en el desarrollo de la ciencia también se ven perjudicadas cuando el acceso a la financiación de proyectos no se rige de acuerdo con criterios meritocráticos. Por ejemplo, quienes forman parte de las comisiones que evalúan propuestas de financiación de proyectos de investigación o de concesión de becas o puestos de trabajo, no siempre deciden de acuerdo con criterios meritocráticos. En un estudio ya clásico, Wenneras y Wold (1997) encontraron que los miembros de comités en Suecia que asignaban puestos posdoctorales favorecían a las personas con las que tenían alguna relación. Diez años después Sandstrom y Hallsten (2008) hicieron un nuevo análisis con la misma metodología y vieron que el favoritismo hacia las amistades persistía. De estudios realizados en un único país no pueden extraerse conclusiones universales firmes, pero no se trata de asignar carácter universal al problema, sino de señalar que en algunos sistemas existe y que, por lo tanto, es un mal que puede afectar potencialmente al resto de sistemas científicos.

Por otra parte, en todos los países en que se ha estudiado, se han observado diferencias en el desarrollo de una carrera científica por parte de hombres y de mujeres. Se tiende a pensar que esas diferencias tienen su origen en las preferencias de chicos y chicas por diferentes tipos de estudios. Sin embargo, ese no es siempre el caso. Así, en nuestro entorno son similares los números de chicos y de chicas que cursan una carrera universitaria de ciencias. También son similares los porcentajes de quienes hacen un doctorado. Las diferencias se producen en las carreras de ingeniería (con muchos más chicos) y de ciencias de la salud (con muchas más chicas). Y dentro de las carreras científicas, la presencia femenina es menor en física y geología, y mayor en química y en ciencias de la vida. Leslie et al (2015) han puesto de manifiesto que, de hecho, las preferencias en función del género no obedecen a una hipotética divisoria que separaría las carreras científico-tecnológicas del resto de estudios, sino a las expectativas de brillantez considerada necesaria para cursar con éxito unos estudios y otros. Así, cuanto mayor es la brillantez que se supone necesaria (porque así se le atribuye) para cursar con éxito unos estudios, menor es el porcentaje de mujeres que los escogen. Se trata, por lo tanto, de un efecto de base cultural y, por ello, susceptible de ser corregido o atenuado.

Donde se producen la diferencia importante entre hombres y mujeres es en el progreso en la carrera científica. Y es a esa diferencia a la que obedece la escasa presencia femenina en los niveles más altos del escalafón. Este fenómeno se manifiesta de formas diversas y sus causas pueden ser también variadas.

En el estudio antes citado de Wenneras y Wold (1997), además del favoritismo para con las amistades, también encontraron que había un claro sesgo a favor de las solicitudes de financiación presentadas por hombres, aunque el estudio de Sandstrom y Hallsten (2008), hecho con la misma metodología, concluyó que había desparecido el sesgo sexista. Otros autores (Head et al, 2013) han confirmado (en el Reino Unido) que no hay sesgo antifemenino en la concesión de financiación para puestos de trabajo o proyectos del Wellcome Trust o el Medical Research Council. Sin embargo, las mujeres reciben menores cantidades para sus proyectos y la diferencia tiene que ver con el estatus científico (laboral) de quienes solicitan la financiación. Además, las diferencias no han variado en los 14 años que han sido analizados (Head, 2017).

Por otro lado, Van den Besselaar P & Sandstrom U (2016) han analizado cómo afectan las diferencias de género en el desempeño investigador y su impacto en las carreras científicas y han encontrado que parte de las diferencias en la contratación de investigadores e investigadoras pueden explicarse por diferencias en el grado de desempeño (medido a partir de los cv), pero que, además, también opera un sesgo antifemenino en las decisiones de contratación. Creen esos autores, por otro lado, que las diferencias en el desempeño pueden ser también, en última instancia, el resultado del efecto que decisiones igualmente sesgadas ejercen sobre la actitud de las mujeres ante su trabajo. El conocido como “estudio de Jennifer y John” ilustra bien a las claras de qué tipo de decisiones se trata: en los procesos de selección y promoción del personal científico opera un sesgo en virtud del cual a las mujeres se las valora menos y se les ofrecen peores condiciones en dichos procesos.

Al efecto de los sesgos citados se añaden las dificultades añadidas que experimentan las mujeres por la maternidad o en razón de su mayor implicación en la atención a la familia. Cech & Blair-Loy (2019) han encontrado que el 43% de las investigadoras norteamericanas de disciplinas STEM que tienen su primer hijo abandonan su empleo a tiempo completo; unas dejan la vida profesional por completo, otras cambian de actividad profesional y otras pasan a desempeñar trabajos a tiempo parcial. El porcentaje de hombres que hace lo propio es de un 23%.

A lo anterior habría que añadir que tal y como ocurre con ciertos ámbitos profesionales, la progresión en el mundo de la ciencia exige una actitud y una dedicación que, por comparación con los hombres, muchas mujeres no están dispuestas a asumir porque tienen otras prioridades personales. Los efectos conjuntos de los factores citados acaban provocando una menor presencia femenina en las autorías de artículos de investigación, de manera que se genera un círculo vicioso que tiende a mantener el status quo, neutralizando incluso las medidas que se toman para favorecer la progresión de las mujeres en el cursus honorus de la ciencia. Sin excluir la incidencia de sesgos similares a los comentados aquí, la menor presencia de mujeres en los puestos de alto nivel junto con su menor producción de literatura científica, explicaría también el minúsculo porcentaje de mujeres que han sido otorgado el premio Nobel u otros equivalentes.

Algunos de los factores citados comprometen el carácter universal de la empresa científica, pues limitan el acceso de las mujeres a los niveles profesionales más altos y a las posibilidades de logros profesionales que tales niveles brindan. Y aunque tampoco cabe descartar una cierta autoselección negativa (derivada de las diferentes prioridades y actitudes personales), habría que preguntarse si es beneficioso que las reglas del juego –las que propician el alto grado de competitividad del mundo científico- se mantengan tal y como están, porque en su actual configuración el sistema científico está prescindiendo de la aportación de muchas mujeres de talento.

Para cerrar este apartado, nos referiremos a quienes pertenecen a los colectivos identificados mediante las siglas LGTBQ. Son personas que han experimentado y experimentan exclusión y acoso también en el mundo de la ciencia, si bien es cierto que su situación ha mejorado en los últimos años, principalmente en Europa Occidental, América y Australia. Sin embargo, siguen siendo acosados y perseguidos en los países musulmanes, en Rusia y en parte de Asia (Waldrop, 2014), por lo que no tienen acceso a la práctica científica en igualdad de condiciones con el resto. Por otro lado, aunque en los países occidentales los científicos pertenecientes a los colectivos LGTBQ se sienten más aceptados en sus entornos de trabajo que quienes se dedican a otras profesiones (Broadfoot, 2015), también son peor tratados en sus centros que las demás personas (Gibney, 2016); a ese tipo de razones atribuye Guglielmi (2018) el hecho de que los estudiantes pertenecientes a las minorías citadas de carreras científicas abandonen sus estudios en una mayor proporción que el resto de estudiantes. Como señala Waldrop (2014), la aceptación de la condición LGTBQ –para la que su visibilización es imprescindible- es necesaria para que quienes pertenecen a esos colectivos puedan desempeñar su actividad con normalidad, lo cual es bueno para la propia empresa científica en sí. Y como señala Javier Armentia el “visibilizar la ciencia LGTBIQ sirve para ayudar a muchas personas. Y sirve para la misma ciencia (en general), para mostrar que la herramienta que está cambiando el mundo también trabaja para permitir un mundo inclusivo y más justo con la diversidad”. O sea, para conseguir un mundo mejor.

 

Nota: Esta es la séptima entrega de la serie “Los males de la ciencia”. Las anteriores entregas han sido “El marco en que se desarrolla la ciencia”, “Las publicaciones científicas”, “El ethos de la ciencia”, “Los valores en la filosofía de la ciencia”, “Los propietarios del conocimiento” y “El papel de los gobiernos en el desarrollo científico”.

 

 

 

[1] Timothy Ferris (2010): The Science of Liberty: Democracy, Reason and the Laws of Nature. Harper Collins.

El papel de los gobiernos en el desarrollo científico

Como se dijo en una anotación anterior, somos los ciudadanos y ciudadanas, a través de las decisiones que toman parlamentos y gobiernos, los principales contribuyentes económicos al desarrollo científico. Dado que los beneficios que se derivan de la adquisición y creación de conocimiento acaban siendo de carácter general, parece lógico que así sea. Además, en términos de retorno de la inversión, la investigación científica, especialmente la de carácter más fundamental, es una actividad de resultados poco previsibles y de largo plazo. Plazos e incertidumbres que la hacen muy poco atractiva para la iniciativa privada.

Muchos piensan que es bueno que la ciencia sea cosa, principalmente, de los gobiernos, porque recelan de la influencia que pueden tener agentes privados (empresas, principalmente) en la orientación que se da a las investigaciones científicas y prefieren que esté sometido al escrutinio público y que sean nuestros representantes quienes toman las decisiones relevantes. No es este el contexto para valorar esa idea, aunque en la anotación anterior se han proporcionado algunos elementos a tener en cuenta al respecto. Es importante, no obstante ser consciente de que el hecho de que la ciencia la gobierne la administración entraña otros riesgos de los que no se es del todo consciente. A modo de ejemplo, nos referiremos a continuación a tres de esos riesgos. Seguramente no son los únicos.

La obsesión por el llamado “conocimiento útil”

Algunos de los males de la ciencia actual no lo son por incumplir preceptos del ethos de la ciencia, sino por vulnerar directamente la esencia de la empresa científica en sí. En un mundo ideal lo lógico es que los investigadores se dejen guiar por su curiosidad y sus intereses intelectuales y traten de desentrañar los secretos de la naturaleza según sus propios criterios. Pero la actividad investigadora es cara, consume recursos y, como se ha visto, es el conjunto de la sociedad a través de sus representantes quien aporta esos recursos. Es lógico, por tanto, que las administraciones que gobiernan el sistema científico establezcan los criterios para la asignación de los fondos necesarios y también es lógico que, mediante la investigación traten de dar solución a algunos de los problemas más acuciantes a que nos enfrentamos. Una buena política científica es aquella que apoya de forma equilibrada ambas modalidades u orientaciones.

Sin embargo, ante la constatación de que la ciencia que se hace en Europa no rinde unos beneficios económicos directos equivalentes a los que genera la investigación científica en los Estados Unidos, las autoridades del continente europeo en su conjunto –y también las españolas y autonómicas- han optado por reforzar las líneas de investigación susceptibles, supuestamente, de generar beneficios económicos.

Puede parecer muy razonable, pero esta opción tiene problemas. Ignora, por un lado, que la actividad económica y los beneficios que genera la ciencia tienen más que ver con las condiciones institucionales del entorno socioeconómico que con el apoyo a unas u otras líneas o la implantación de medidas específicas. Por el otro, corre el riesgo de apoyar líneas estériles, sin salida, bajo pretexto de ser susceptibles de generar conocimiento útil. Puede asfixiar programas de potenciales resultados excelentes, también en el plano de los retornos económicos, por la sencilla razón de que es muy difícil anticipar las implicaciones de los descubrimientos. El ejemplo de la técnica CRISPR es en este sentido paradigmático: un descubrimiento teórico aparentemente sin aplicación práctica puede llegar a rendir beneficios enormes. Y por último, es una práctica muy sensible al efecto de modas y prioridades que acaban siendo efímeras; cada vez es más normal encontrarse con grupos de investigación que adscriben su trabajo a temas que están de moda (contaminación y cambio climático son buenos ejemplos) aunque su contribución a un avance real en el conocimiento sea más que dudosa.

La burocratización del sistema científico

En el campo de la investigación científica también es aplicable la Ley de Parkinson, según la cual “el trabajo se expande hasta llenar el tiempo disponible para que se termine”; vale esa ley, sobre todo, para la vertiente administrativa y de gestión de los proyectos de investigación. En general con el paso del tiempo los procedimientos administrativos asociados al desarrollo de la actividad investigadora se han hecho cada vez más largos, prolijos y difíciles. Y eso implica que cada vez es mayor la fracción del tiempo de los investigadores que ha de dedicarse al cumplimiento de las tareas burocráticas. En el colmo, los actuales gestores de los programas de investigación llegan a pedir a quienes solicitan financiación para sus proyectos que anticipen los resultados que esperan obtener. La misma esencia del hecho científico, la imprevisibilidad de sus resultados, pretende ser abolida mediante este tipo de requerimientos.

Que la burocracia crece de forma imparable en cualquier ámbito de la administración pública (aunque no sólo en la administración pública) es un hecho. Y seguramente, como observó Cyril Parkinson, es un proceso espontáneo. Pero lo ocurrido en España durante los últimos años y meses va más allá de lo que cabría esperar de un crecimiento como el descrito por el funcionario británico. La obsesión instalada en muchos ámbitos por hacer frente, supuestamente, a todas las formas posibles de corrupción y de malas prácticas ha conducido a la exasperación de los procedimientos. Curiosamente, nada de todo eso ha contribuido a resolver los otros muchos problemas que tiene la empresa científica y que han sido comentados en esta serie de anotaciones.

La obsesión por las métricas

La investigación científica ha alcanzado, como ya se ha dicho, unas dimensiones muy grandes. En los países más desarrollados son miles las personas que se dedican a la ciencia, y el volumen de recursos que se destinan representan porcentajes significativos del producto bruto. Es normal, por tanto, que la asignación de esos recursos a las personas que hacen la investigación sea un cometido difícil de llevar a efecto. Es difícil valorar la pertinencia, conveniencia y oportunidad de financiar las propuestas que dirigen los investigadores a las agencias financiadoras. Y también lo es valorar la viabilidad y posibilidades de éxito de los proyectos.

Esas dificultades conducen, por un lado, al diseño de planes que fijan objetivos estratégicos, temas prioritarios, y criterios para determinar la conveniencia de financiar los proyectos. Y por el otro, conducen a la adopción de métodos de evaluación que se basan en métricas que reflejan el historial investigador de los solicitantes o proponentes.

La práctica consiste en el uso de ciertos algoritmos o el recurso a indicadores bibliométricos que, supuestamente, permiten establecer de forma objetiva la calidad del equipo investigador porque se supone que esa calidad determina las posibilidades de éxito de la investigación. Se sustituye así, al menos parcialmente, la evaluación concienzuda de los proyectos a cargo de especialistas por el recurso a indicadores sintéticos de fácil obtención y manejo y, lo que parece más atractivo, supuestamente objetivos.

En la captación, promoción e incentivación del personal investigador funcionan también ese tipo de criterios, sustituyéndose una valoración exhaustiva del historial y realizaciones de los candidatos a puestos de investigación, a las promociones o a los incentivos, por sistemas de indicadores principalmente bibliométricos.

El problema es que los indicadores de esa naturaleza tienen muchos problemas: son groseros, dependen mucho de las áreas, no tienen en cuenta las circunstancias en que se ha desarrollado la actividad evaluada y, lo que es más importante, se convierte en un sistema de incentivos perversos, puesto que los afectados asumen prácticas cuyo objetivo real deja de ser la producción genuina de nuevo conocimiento para ser la obtención de los mejores registros bibliométricos posibles.

Notas:

(1) Sobre bibliometría y sus problemas, Francisco Villatoro ha escrito un buen número de anotaciones en su blog.

(2) Esta es la sexta entrega de la serie “Los males de la ciencia”. Las anteriores entregas han sido “El marco en que se desarrolla la ciencia”, “Las publicaciones científicas”, “El ethos de la ciencia”, “Los valores en la filosofía de la ciencia” y “Los propietarios del conocimiento”.

 

Los dueños del conocimiento

La mejor –quizás única- forma de garantizar que los hallazgos científicos pueden ser escrutados por cualquiera y así contrastar su validez es permitir que a tales hallazgos tenga acceso el conjunto de la comunidad científica, con independencia de qué parte de los descubrimientos han sido hechos por unos u otros científicos. Además, todos deberían tener el mismo acceso a los bienes científicos y debería haber un sentido de propiedad común al objeto de promover la colaboración.

El conocimiento publicado

Sin embargo, el acceso al conocimiento se encuentra limitado por diferentes motivos, principalmente de carácter económico. Si nos limitamos al conocimiento que se crea en instituciones públicas, lo lógico sería que dado que los recursos utilizados para su obtención son de carácter público, también lo fueran los productos en que se plasma tal conocimiento. Nos referimos a los artículos que se publican en las revistas científicas.

Las revistas se han convertido en un magnífico negocio para algunas entidades y, sobre todo, empresas editoriales. Tal y como está configurado el sistema en la actualidad, además, en ciertas áreas una o dos editoriales funcionan en un régimen muy cercano al monopolio, con lo que las instituciones científicas se ven obligadas a pagar un alto precio por el acceso a las correspondientes revistas.

Los autores no cobran por publicar, los revisores no cobran por revisar y el producto final se ofrece a precios muy altos. Eso genera beneficios enormes. En apariencia no es lógico que quienes se dedican a la ciencia profesionalmente se presten a esto. A fin de cuentas, colectivamente, ellos son los autores, los revisores y los lectores de esas publicaciones. La respuesta a esa aparente contradicción es que esas publicaciones son las que constituyen sus principales méritos profesionales. Dejar de participar en el sistema tal y como está significa ser excluido del competitivo entorno profesional de la ciencia porque, para empezar, las posibilidades de conseguir financiación para los proyectos disminuirían muchísimo o, sencillamente, desaparecerían; también verían seriamente obstaculizadas sus posibilidades de estabilización, promoción o progreso académico.

El problema es que de esa forma no todo el mundo puede tener acceso a la información científica porque no todo el mundo puede permitirse pagar los precios de las suscripciones a las revistas de alto nivel. La magnitud de este problema no ha dejado de aumentar con el tiempo. Hay instituciones científicas que, por esa razón, han debido anular suscripciones a ciertos medios.

Como la mayor parte de la investigación cuyos resultados se publican en esas revistas se ha financiado con cargo a fondos públicos, se da la paradoja de que la ciudadanía ha de pagar por partida doble. Paga para producir los resultados de las investigaciones y ha de volverlo a hacer para que las instituciones científicas tengan acceso a esos resultados.

Diferentes iniciativas han surgido para dar respuesta a ese problema. Por un lado, han aparecido algunas publicaciones de acceso abierto, como PlosOne y otras del grupo, en las que los costes de la publicación corren a cargo de los autores. Muchos investigadores recurren a publicar sus manuscritos (antes de su aceptación para publicación en una revista) en repositorios digitales, como ArXiv. Y ha habido iniciativas individuales de grandísimo éxito aunque, por razones legales, de incierto futuro, como el repositorio Sci-Hub, creado por la científica Alexandra Elbakyan.

Algunos gobiernos también han reaccionado promoviendo la publicación en repositorios públicos de los resultados obtenidos mediante los proyectos financiados por ellos. Y muchas instituciones, universitarias y gubernamentales, se proponen diseñar mecanismos que permitan poner la producción científica pagada con fondos públicos al alcance de todos. La Universidad de California –con sus diez campus una de las instituciones universitarias más grandes y prestigiosas del mundo  ha cancelado la suscripción a las revistas científicas del todopoderoso grupo Elsevier  para promover así el llamado “acceso abierto”.

El conocimiento secreto

El secretismo es lo opuesto a la norma mertoniana del comunalismo, puesto que el conocimiento que se oculta, que no se hace público no es de ninguna ayuda en el cumplimiento del objetivo de la comunidad, que el conocimiento certificado crezca. Hay dos tipos de investigación cuyos resultados han de mantenerse en secreto. Uno es, por razones obvias, la investigación militar. Y el otro la realizada o contratada por empresas que se proponen explotar comercialmente sus resultados.

El secretismo de la investigación en asuntos militares tiene el comprensible propósito de impedir que potenciales rivales tengan acceso a sistemas de armamento o cualquier otro elemento que pueda dar ventaja en caso de conflicto armado o, incluso, a los solos efectos de la disuasión.

Por otro lado, y como hemos señalado al tratar la financiación de la investigación, hay empresas que hacen investigación científica (o tecnológica) o que la contratan con centros de investigación y cuyos resultados, por su valor comercial, no se hacen públicos.

Cuando la investigación se produce en los contextos dichos, el principio del comunalismo se incumple de forma clara. Y por lo mismo, también se impide que los resultados de la investigación puedan ser sometidos a contraste por parte de la comunidad científica: no puede verificarse ni refutarse. Por lo tanto, también el escepticismo deja de tener en este caso posibilidad de ser ejercido.

Esa limitación no es una dificultad menor, sobre todo con investigaciones como la de productos farmacéuticos, por su elevado coste y sus implicaciones en términos de salud pública. En esos casos, y dadas las posibles consecuencias que se derivan de la comercialización de un medicamente o la implantación de algún procedimiento, las administraciones públicas son las que, en última instancia, establecen las condiciones que los productos en cuestión han de cumplir para que se autorice su comercialización. Ahora bien, sea como fuere, la intervención administrativa no puede considerarse, desde el punto de vista científico, equivalente al control público por parte de la comunidad científica.

Por lo tanto, las limitaciones a la difusión de los resultados de investigación que se derivan de los objetivos de las investigaciones citadas (la militar y ciertas investigaciones de carácter empresarial) conllevan fuertes restricciones del ámbito de acceso, por lo que tanto el carácter comunal como el ejercicio del escepticismo se ven más que entorpecido, prácticamente impedidos. Y si ambas normas se considerasen requisitos para la consideración de la investigación como científica, las investigaciones citadas no podrían ser consideradas así.

El conocimiento patentado

A medio camino entre la publicación y el secreto está la patente. El conocimiento nuevo con un eminente carácter práctico se puede patentar. Una patente es un título de propiedad que reconoce a su titular el derecho exclusivo de utilización práctica del conocimiento allí expuesto. Las patentes son documentos públicos, por tanto, ese conocimiento no es secreto, cualquiera puede leerlo, pero no puede utilizarlo.

En general el sistema de patentes se considera una pieza indispensable en el proceso de desarrollo de la ciencia aplicada, dado que las empresas pueden invertir dinero en investigación con la tranquilidad de que los resultados de esas investigaciones los van a poder explotar adecuadamente y recuperar con ello esa inversión. Sin embargo, no son pocos los problemas que este sistema genera, especialmente para conocimientos en la frontera de la ciencia.

Uno de los casos que se suele citar es el de James Watt, científico que contribuyó al desarrollo de la máquina de vapor (y en cuyo honor se nombra la unidad de potencia del sistema internacional) y cuyas patentes y litigios se dice que retrasaron 30 años la revolución industrial. Si bien esa afirmación es controvertida y puede ser excesiva, no hay duda de que el uso de las patentes por parte de Watt influyo significativamente en el desarrollo comercial de máquinas de vapor.

A la hora de investigar la cura de algunas enfermedades, los proyectos de investigación buscan la mejor estrategia pro no de entre las posibles, sino de entre las que no rozan patentes en vigor. Una situación difícil que puede llevar a la desesperación a quien tiene que desarrollarlo. Esta situación la describe el investigador Lucas Sánchez durante su tesis concluyendo: “¿Esto es lo que le espera al desarrollo de la ciencia? ¿Estas son las normas inamovibles para curar enfermedades? ¿Vamos a vernos siempre obligados a hacer ciencia con normas anticientíficas?”

La posibilidad de que se puedan patentar genes humanos, que parte de lo que conforma la esencia biológica de un ser humano pueda ser “propiedad” intelectual de otro es, cuando menos, sorprendente. Esta cuestión llegó a la actualidad de los medios de comunicación con los genes de predisposición al cáncer de mama BRCA1 y BRCAC, y pone de manifiesto un importante dilema moral. Más recientemente, la técnica de edición genética CRISPR también está generando unas importantes batallas legales sobre su propiedad intelectual que pueden determinar el rumbo de muchas investigaciones con tan potente herramienta.

Los anteriores ejemplos sirven para ilustrar la dificultad que entraña establecer el nivel de protección intelectual adecuado sobre los resultados de la ciencia. Una protección que no desincentive la inversión pero que tampoco ponga barreras al desarrollo de conocimiento nuevo, especialmente en temas de clara repercusión en vidas humanas.

 

Nota:

Esta es la quinta entrega de la serie “Los males de la ciencia”. Las anteriores entregas han sido “El marco en que se desarrolla la ciencia”, “Las publicaciones científicas”,  “El ethos de la ciencia” y “Los valores en la filosofía de la ciencia”.

Los valores en la filosofía de la ciencia

Una vez que Merton (1942) abrió la puerta a los valores como elementos que caracterizan a la empresa científica y que sirven para legitimarla socialmente, otros autores han aportado su propia visión. Sin ánimo de ser exhaustivos, repasamos brevemente a continuación otros puntos de vista, recurriendo para ello a referencias recogidas por Echeverría en sendos trabajos de 1995 y de 2002. El grueso del contenido que sigue se ha tomado de esta entrada en el Cuaderno de Cultura Científica.

De acuerdo con la teoría de los objetivos de la ciencia de Karl Popper: “la ciencia busca la verdad y la resolución de problemas de explicación, es decir, que busca teorías de mayor capacidad explicativa, mayor contenido y mayor contrastabilidad.” Según Popper, la objetividad científica exige que las conjeturas sean sometidas a prueba; por eso, la falsacióny la críticano son sólo preceptos metodológicos, son también reglas propias del ethos de la ciencia. Por otra parte, la comunicabilidad del conocimiento científico (y en concreto la escritura) son condiciones sine qua non para que esa objetividad sea factible. Popper formuló una nueva característica universal para todo tipo de ciencias (formales, naturales, sociales), a saber, su carácter público.“[..] decimos que una experiencia es pública, cuando todo aquel que quiera tomarse el trabajo de hacerlo puede repetirla, » para remachar a continuación: “Esto es lo que constituye la objetividad científica. Todo aquel que haya aprendido el procedimiento para comprender y verificar las teorías científicas puede repetir el experimento y juzgar por sí mismo.” Y por lo mismo, la  universalidad de la ciencia es otro valor continuamente subrayado por él. La investigación científica se lleva a cabo en un marco social, cultural, institucional e histórico determinado. Sin embargo, ello no implica que no podamos sobrepasar dicho marco, conduciendo nuestra indagación hacia una mayor universalidad.

“En último término, el progreso depende en gran medida de factores políticos, de instituciones políticas que salvaguarden la libertad de pensamiento: de la democracia.” […] La axiología subyacente a la teoría popperiana del objetivo de la ciencia nos muestra nuevos valores, que él considera fundamentales para el desarrollo de la actividad científica: por ejemplo la libertad de pensamiento y la libertad de crítica.

Mario Bunge negó la dicotomía entre hechos y valores en la ciencia y mantuvo al respecto una postura matizada: « el contenido del conocimiento científico es axiológica y éticamente neutral », pero « algunos de los criterios que se emplean en ciencia son claramente normativos ». Para Bunge, “los valores son propiedades relacionales que adjudicamos en ciertas ocasiones a cosas, actos o ideas, en relación con ciertos desiderata« . Hay valores que la ciencia moderna ha promovido siempre, como la verdad, la novedad, el progreso, la libertady la utilidad. Bunge afirmó incluso que « la actividad científica es una escuela de moral « y que « la ciencia es una fuerza moral a la vez que una fuerza productiva », para terminar diciendo que « en conclusión, la ciencia, en su conjunto, no es éticamente neutral ».

En una conferencia dictada en 1973, Thomas Khun planteó una nueva pregunta en filosofía de la ciencia: ¿cuándo una teoría científica es buena (o mala)? En lugar de preguntar sobre la verdad, falsedad, verosimilitud, falsabilidad, contrastabilidad, etc., de las teorías científicas, como era habitual entre los filósofos de la ciencia, Kuhn suscitó una cuestión que es previa a la de la verdad, falsedad o verosimilitud de las teorías. Según Kuhn, los científicos criban previamente las propuestas y para ello recurren a una serie de requisitos y valores a los que hay que prestar gran atención.

Respondiendo a su propia pregunta, Kuhn indicó al menos cinco características para admitir que una teoría científica es buena: precisión, coherencia, amplitud, simplicidady fecundidad. Posteriormente sugirió un sexto valor, la utilidad, de índole mayormente técnica, por lo que Kuhn no lo incluyó en su lista inicial de “valores de la ciencia”. También subrayó que ninguno de esos criterios basta por sí mismo para dilucidar si una teoría es buena o no y, por supuesto, tampoco para decidir si es verdadera o falsa. Sin embargo, los cinco son requisitos axiológicos exigibles a toda teoría científica, es decir, condiciones necesarias, pero no suficientes.

Según Kuhn, “[,,,] una teoría debe ser precisa: esto es, dentro de su dominio, las consecuencias deducibles de ella deben estar en acuerdo demostrado con los resultados de los experimentos y las observaciones existentes. En segundo lugar, una teoría debe ser coherente, no sólo de manera interna o consigo misma, sino también con otras teorías aceptadas y aplicables a aspectos relacionables de la naturaleza. Tercero, debe ser amplia: en particular las consecuencias de una teoría deben extenderse más allá de las observaciones, leyes o subteorías particulares para las que se destinó en un principio. Cuarto, e íntimamente relacionado con lo anterior, debe ser simple, ordenar fenómenos que, sin ella, y tomados uno por uno, estarían aislados y, en conjunto, serían confusos. Quinto -aspecto algo menos frecuente, pero de importancia especial para las decisiones científicas reales-, una teoría debe ser fecunda, esto es, debe dar lugar a nuevos resultados de investigación: debe revelar fenómenos nuevos o relaciones no observadas antes entre las cosas que ya se saben.” […] “toda elección individual entre teorías rivales depende de una mezcla de factores objetivos y subjetivos, o de criterios compartidos y criterios individuales. Como esos últimos no han figurado en la filosofía de la ciencia, mi insistencia en ellos ha hecho que mis críticos no vean mi creencia en los factores objetivos.”

En su libro “Reason, Truth and History” (1981), Hilary Putnamno sólo negó la dicotomía positivista entre hechos y valores, sino que afirmó tajantemente que no hay hechos científicos ni mundo sin valores. Según Putnam, “sin los valores cognitivos de coherencia,simplicidady eficacia instrumentalno tenemos ni mundo ni hechos”

En1984 LarryLaudanpublicó unlibro con el sugestivo títuloScience andValues, pero desde las primeras páginas anunciaba que no iba a ocuparse de las relaciones entre laciencia y la ética, sino que se centraría exclusivamente enlos valores epistémicos:

“No tengo nada que decir sobre los valores éticos como tales, puesto que manifiestamente noson los valores predominantes en la empresa científica. Ello no equivale a decir que la ética juegue papel alguno en la ciencia; por el contrario, los valores éticos siempre están presentes en las decisiones de los científicos y, de manera muy ocasional, su influencia es de gran importancia. Pero dicha importancia se convierte en insignificancia cuando se compara con el papel omnipresente (ubiquitous)de los valores cognitivos. Una de lasfunciones de este libro consiste en corregir el desequilibrio que ha llevado a tantos escritores recientes sobre la ciencia a estar preocupados por la moralidad científica más que por la racionalidad científica, que será mi tema central.”

En relación a los criterios axiológicos que se utilizan para evaluar las teorías y los problemas, Laudan sólo se ocupa de los valores epistémicos (verdad,coherencia, simplicidady fecundidad predictiva), o, como también dice, de la «evaluación cognoscitivamente racional». Puede haber problemas muy importantes desde un punto de vista político o económico, pero éstos pertenecen a «las dimensiones no racionales de la evaluación de problemas».

Javier Echeverría (2019), por su parte, sostiene que las acciones tecnocientíficas están basadas en un complejo sistema de valores (pluralismo axiológico), compuesto por diversos subsistemas que interactúan entre sí. La axiología no se reduciría a la filosofía moral, sino que sería más amplia que ésta. Así, para analizar axiológicamente la tecnociencia contemporánea no basta con tener en cuenta los valores epistémicos, ni tampoco los valores éticos, religiosos o estéticos, sino que además es preciso ocuparse de valores tecnológicos, económicos, políticos, militares, jurídicos, ecológicos y sociales, así como de lo que podría denominarse, siguiendo a Ortega, valores vitales (o valores naturales, en su terminología). Esos doce subsistemas de valores tendrían mayor o menor peso específico según las acciones tecnocientíficas concretas.

Fuentes:

Javier Echevarría (1995): El pluralismo axiológico de la ciencia. Isegoría 12: 44-79.

Javier Echevarría (2002): Ciencia y valores. Ediciones Destino, Barcelona.

Javier Echeverría (2019): Valores y mundos digitales (en prensa)

Nota: Uno de nosotros (JIP) desarrolló de forma más extensa el tema de los valores de la ciencia en una serie publicada en el Cuaderno de Cultura Científica.

El ethos de la ciencia

Dado que lo que aquí nos interesa es la cuestión de los males que afligen a la empresa científica, nos parece conveniente partir de una exposición de los valores de la ciencia, puesto que, en general, los males son rasgos que se oponen a aquellos. Empezaremos por los valores o normas enunciadas por el sociólogo Robert K. Merton en la primera mitad del siglo pasado, para pasar, en la anotación siguiente, a otras visiones de esta misma cuestión.

Las consideraciones éticas no son ajenas al desempeño científico. La investigación se rige por un código de comportamiento que asumimos como propio quienes nos dedicamos a esa actividad. En 1942, el sociólogo Robert K. Merton postuló la existencia de un “ethoscientífico”, un conjunto de valores que deben impregnar o inspirar la actividad científica. Sin ellos la ciencia, como empresa colectiva, perdería su misma esencia. Según él, la palabra « ciencia » hace referencia a diferentes cosas, aunque relacionadas entre sí. Normalmente se utiliza para denotar: (1) un conjunto de métodos característicos mediante los cuales se certifica eI conocimiento; (2) un acervo de conocimiento acumulado que surge de la aplicación de estos métodos; (3) un conjunto de valores y normas culturales que gobiernan las actividades científicas; (4) cualquier combinación de los elementos anteriores.

En expresión de Merton (1942), “el ethos de la ciencia es ese complejo, con resonancias afectivas, de valores y normas que se consideran obligatorios para el hombre de ciencia. Las normas se expresan en forma de prescripciones, proscripciones, preferencias y permisos. Se las legitima sobre la base de valores institucionales. Estos imperativos, trasmitidos por el precepto y el ejemplo, y reforzados por sanciones, son internalizados en grados diversos por el científico, moldeando su conciencia científica. Aunque el ethos de la ciencia no ha sido codificado, se lo puede inferir del consenso moral de los científicos tal como se expresa en el uso y la costumbre, en innumerables escritos sobre el espíritu científico y en la indignación moral dirigida contra las violaciones del ethos”.

Para Merton (1942), el fin institucional de la ciencia es el crecimiento del conocimiento certificado. Y los métodos empleados para alcanzar ese fin proporcionan la definición de conocimiento apropiada: enunciados de regularidades empíricamente confirmados y lógicamente coherentes (que son, en efecto, predicciones). Los imperativos institucionales (normas) derivan del objetivo y los métodos. Toda la estructura de normas técnicas y morales conducen al objetivo final. La norma técnica de la prueba empírica adecuada y confiable es un requisito para la constante predicción verdadera; la norma técnica de la coherencia lógica es un requisito para la predicción sistemática y válida. Las normas de la ciencia poseen una justificación metodológica, pero son obligatorias, no sólo porque constituyen un procedimiento eficiente, sino también porque se las cree correctas y buenas. Son prescripciones morales tanto como técnicas.

Merton (1942) propuso cuatro conjuntos de imperativos institucionales: el universalismo, el comunalismo, el desinterésy el escepticismo organizado, como componentes del ethos de la ciencia moderna.

Si la comunidad científica comparte un proyecto común –la construcción de un cuerpo de conocimiento certificado o fiable acerca del mundo y de cómo funciona-, las normas que Merton (1942) identificó son algo parecido a los valores compartidos por esa comunidad, valores que son considerados esenciales. Una interpretación actualizada de las normas mertonianas, es la que propone el físico John Ziman (2000), y que se presenta a continuación.

  • Lo importante en la ciencia no es quién la practica, sino su contenido, los conocimientos que adquirimos acerca del mundo y de los fenómenos que ocurren en él.Todos pueden contribuir a la ciencia con independencia de su raza, nacionalidad, cultura o sexo.
  • El conocimiento científico debería ser compartido por el conjunto de la comunidad científica, con independencia de qué parte de los descubrimientos han sido hechos por unos u otros científicos. Así pues, todos deberían tener el mismo acceso a los bienes científicos y debería haber un sentido de propiedad común al objeto de promover la colaboración. El secretismo es lo opuesto a esta norma, puesto que el conocimiento que se oculta, que no se hace público no es de ninguna ayuda en el cumplimiento del objetivo de la comunidad, que el conocimiento certificado crezca.
  • Desinterés. Se supone que los científicos actúan en beneficio de una empresa común, más que por interés personal. No obstante, no debe confundirse este “desinterés” con altruismo. De lo que se trata es de que el beneficio que pueda reportar los descubrimientos científicos, sin dejar de resultar beneficiosos para quien los realice, no entorpezca o dificulte la consecución del objetivo institucional de la ciencia: la extensión del conocimiento certificado.
  • Escepticismo organizadoEl escepticismo quiere decir que las declaraciones o pretensiones científicas deben ser expuestas al escrutinio crítico antes de ser aceptadas. Este es el valor que compensa el universalismo. Todos los miembros de la comunidad científica pueden formular hipótesis o teorías científicas, pero cada una de ellas debe ser evaluada, sometida al filtro de la prueba o la refutación para comprobar si se sostiene. Las propuestas que superan esa prueba con éxito pasan a formar parte del bagaje universal de conocimiento científico. El escepticismo es el valor que permite que funcione el del desinterés, porque sin escepticismo es más fácil caer en la tentación de anteponer el interés personal al del conjunto de la comunidad científica.

A los científicos no se nos da un manual con esas normas. Se supone que las adquirimos prestando atención a lo que hacen otros científicos en nuestra comunidad, los comportamientos que se castigan y los que se premian. En otras palabras, no es necesariamente lo que los científicos hacemos habitualmente; porque a veces lo que hacemos no satisface lo que pensamos que deberíamos hacer.

Hace unos años MacFarland & Cheng (2008)han analizado en qué medida los miembros de la academia hacen suyas en la actualidad las normas mertonianas y han comprobado que la norma que menos apoyo recibe es el desinterés. Interpretan ese menor apoyo como una consecuencia de la tendencia creciente a alinear los intereses de investigación con las oportunidades de financiación. Y cabe plantearse si el menor apoyo al ideal del desinterés constituye una disfunción del sistema científico o, por el contrario, es simplemente muestra de una concepción de la empresa científica diferente de la que en su día concibió Robert Merton.

No obstante, creo que el conjunto de valores aquí expuesto sería suscrito como deseable por la mayoría de científicos, por lo que me parece  un buen punto de partida para evaluar la medida en que esos valores impregnan la práctica de la investigación científica que realmente se hace. Por esa razón, me ha parecido adecuado denominar “males de la ciencia” a aquellos comportamientos que no se ajustan a esos principios o aquellas formas de funcionar del sistema científico que impiden o dificultan su cumplimiento.

Fuentes:

Merton, R K (1942): “Science and Technology in a Democratic Order” Journal of Legal and Political Sociology1: 115-126. [Traducción al español como “La estructura normativa de la ciencia” en el volumen II de “La Sociología de la Ciencia” Alianza Editorial 1977, traducción de The Sociology of Science – Theoretical and Empirical Investigations, 1973]

Ziman, J (2000): Real Science: What It Is and What It Means. Cambridge University Press.

Las publicaciones científicas

Un componente clave de la empresa científica es el sistema de publicaciones, pues sin él no sería posible exponer al escrutinio crítico las conclusiones del trabajo de cada uno.

Ya desde los albores de la ciencia moderna las cosas funcionaban de ese modo. Copérnico, Kepler y Galileo, cada uno a su manera, publicaron los resultados de sus observaciones o experimentos (en el caso de Galileo experimentos mentales, algunos de ellos). Lo propio hizo Harvey, por ejemplo, y otros reconocidos pioneros de la ciencia tal y como la conocemos hoy. Además, algunos también operaron de una forma algo diferente. Algunos miembros de la Royal Society acostumbraban, en sus primeros años, a realizar experimentos y demostraciones ante sus compañeros. El contraste era directo; al hacerlos testigos de la forma en que se había obtenido algún resultado de interés, la validación o refutación del resultado era inmediata. Pero ya la misma Royal Society, en 1665 (cinco años después de su creación) comenzó a publicar la Philosophical Transactions of the Royal Society. Ese mismo año, algo antes, se había empezado a publicar en París Le Journal des Scavans, considerada la primera revista científica de la historia.Andando el tiempo las ciencias de la naturaleza han alcanzado unas dimensiones tales que ya no sería posible recurrir a las demostraciones directas para dar fe de la validez de los resultados obtenidos. Por eso, el aumento de la actividad científica ha venido acompañado por un crecimiento paralelo del sistema de publicaciones científicas.

Los primeros artículos científicos tenían un estilo narrativo más literario y con un hilo argumental biográfico, el autor contaba cómo había ido haciendo el descubrimiento. Posteriormente (se suele citar a Pasteur como el principal impulsor de la idea) el hilo narrativo se centra en la reproducibilidad del descubrimiento, independientemente de la historia que llevo a hacerlo. Hoy día esa estructura (resumen, introducción, materiales y métodos, resultados, discusión, conclusiones y referencias) se ha hecho universal. En el lado positivo, esta estructura permite una alta densidad de información, a cambio los trabajos son difíciles de leer y más aún de escribir.

En principio, las revistas científicas se publican para dar a conocer los resultados de las investigaciones. De otra forma no sería posible poner al alcance de todos los resultados obtenidos ni, por lo tanto, podrían someterse a crítica general. Y por otro lado, la publicación de los resultados supone también un bien en sí mismo, dado que en la medida a que obliga a los investigadores a sistematizar y ordenar los resultados, y a elaborar un argumento que les dé coherencia y los enmarque en el curso general del desarrollo científico, también sirve de ayuda para mejorar los conocimientos y sentar las bases de su progreso. Hay, de hecho, quien argumenta que las publicaciones científicas constituyen el conocimiento científico propiamente dicho, dado que son el archivo de todo lo investigado y conocido.

Pero las publicaciones científicas, además de las señaladas, han pasado a cumplir otras funciones que tienen poco que ver con ellas. Se han convertido en uno de los medios más utilizados para evaluar la productividad y la calidad de investigadores e instituciones científicas y académicas. Por ello, han pasado a formar parte de las herramientas métricas básicas que se utilizan para, en función de las evaluaciones, decidir el acceso a puestos de trabajo de personal investigador, su posterior promoción profesional y, en general, asignar los recursos públicos en el marco de la política científica de gobiernos y universidades.

Por todo ello, desde el punto de vista de los intereses de investigadores e instituciones, las publicaciones científicas no se consideran solo como un elemento de prestigio, el distintivo que señala al buen investigador o la institución de alto nivel. Han pasado a ser una herramienta de promoción profesional e institucional e, incluso, de mera supervivencia en el sistema científico. Ello genera una presión muy grande sobre científicos y centros.

El método que siguen las editoriales para seleccionar los artículos merecedores de ser publicados es someterlos a la consideración de especialistas de reconocido nivel. Es lo que se denomina revisión por pares. El término par, como sinónimo de igual, hace referencia al hecho de que los revisores son investigadores como los autores de los trabajos. Así pues, los evaluadores son colegas de los autores y, en principio, se encuentran al mismo nivel que aquellos. Se supone que este procedimiento garantiza que los trabajos que se publican cumplen los requisitos exigibles para aceptar que un trabajo sea dado a conocer. Normalmente cuanto mayor es el nivel de las revistas y más son los investigadores que les remiten sus trabajos para publicación, y de esa forma se genera un circuito de retroalimentación positiva que funciona de acuerdo con la siguiente secuencia: cuantos más son los trabajos remitidos a una revista, más son los rechazados, por lo que como solo se seleccionan los muy buenos, la calidad de los que se publican es cada vez mayor; ello actúa como incentivo para publicar en esa revista, con lo que la remisión de trabajos aumentará, y así sucesivamente. Esa es la teoría.

 

Nota: Esta es la segunda entrega de la serie “Los males de la ciencia”.

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